Avanzaba meditabundo por las placidas calles
de su ciudad, cabeza gacha, cuerpo encogido por el fríode una noche de invierno sin estrellas y de timorata luna; la oscuridad apenas conjurada por farolas de luz débil y
amarillenta. Era tarde, sí, había salido mas allá de la hora de su trabajo por
la obligada charla de coach a la que
tuvo que asistir con el resto de compañeros.
La que se preveía una aburrida y algo cómica
por su absurdo charla de motivación – sermón de iglesia laica- había devenido
puñalada en su corazón, esquirla incrustada en su cerebro. El coach –malditos anglicismos, claro que
quedaría raro hablar de sesión de entrenamiento en el supermercado donde
trabajaba- , llevado por la emoción o por una estudiada actuación, había empezado
a declamar –venas de la sien y el cuello muy hinchadas- conceptos tales como
“responsabilidad”, “metas”, “objetivos” y alzando aún más el tono de su ridícula
voz preguntó a los presentes por tres veces “¿por qué?¿por qué? ¿por qué?” y,
sin esperar respuesta, se giro súbitamente a una pequeña pizarra blanca que
había traído consigo y escribió violentamente en grandes mayúsculas “ADULTEZ”
“MADUREZ” y volviese a girar hacia los aburridos trabajadores de pies ya
inquietos y que miraban furtivamente la hora en sus relojes con una ensayada y
gran sonrisa de perfectos y cuidados dientes blancos.
“Madurez”.
Era la esquirla metida en su cerebro. Si. Un concepto importante, a sus
treintapocos o treintamuchos años –según se contara-, era una palabra que le
acechaba en todas las conversaciones. Dejar de ser niño, adquirir gravedad,
asumir responsabilidades, pensar en el futuro… eran explicaciones que le
acompañaban. Cuando llegara a casa la cena estaría ya fría, el chiquillo
yase habría acostado, tendría que
contentarse con darle un beso de buenas noches - nada de cómo ha ido el día,
nada de ayuda con los deberes, nada de charla padre hijo- , y su mujer se
encontraría arrellanada y adormilada en
el sofá de segunda mano viendo alguna serie en la tele –ya no hay películas, hay
series -, muda por el cansancio de un trabajo agotador en la fábrica de
conservas – el silencio avanzaba entre ellos como un cáncer -.
Pensó
que eso era en realidad la famosa madurez, el cacareado “hacerse adulto”, no
tener tiempo para nada, absolutamente para nada, irse agostando sin que ni
siquiera te fueras dando cuenta. Si, pero “necesitaba el dinero”, “tenía
responsabilidades”, si…. él era todo un adulto. Y mañana lo mandaría todo a la
mierda.
Ha
sucedido. Cáncer. Los Chesterfield que fumo desde mi pubertad han cobrado negra
venganza. El médico me señala unas manchas en una radiografía de mis pulmones.
Estoy demasiado triste y desconcertado para prestarle atención.
Desde
entonces doctoras, enfermeros. Salas de espera, camas de hospital.
Radioterapia, pierdo el pelo, me siento débil. Amigos y familiares que me
gritan enfadados “te lo dije” para luego echarse a llorar; me abrazan, me dan
palabras de ánimo, llegan regalos y flores. Lo peor es que no volveré a probar
un cigarrillo.
Mas malas noticias, por azares de la biología
ha aparecido un tumor también en mi cerebro. Presiona no se que parte de él que
me emborrona la visión de mi ojo izquierdo. Es un comensal rápido e insaciable,
me matará, éste si. Pasado mañana, a mas tardar, me dicen. Hay que operar,
opinan.
Me informa de la operación el cirujano que la
llevará a cabo. Habla de forma profesional y sencilla, sin demasiada emoción en
su voz. Al acabar su explicación me toma suavemente la muñeca y me mira a los
ojos. Su gesto es cálido y hay sinceridad en su mirada, pero prefiero al
enfermero balbuceante que vino antes. Sabe que estoy acabado, que con toda
probabilidad la diñare en la mesa de operaciones y él tendrá que cerrarme los
ojos, pero aún así intenta animarme con chistes e ironías tontas.
Me empeño en que me dejen salir a pasear fuera
del hospital. La jefa de enfermería sabe que es el último deseo de un moribundo
y me franquea el paso a la luz del sol, a la bendita luz del día.
Enfrente del lugar de muerte y resurrección
donde estoy ingresado hay un parque. Lo ando un buen rato, paseo por sus
alamedas, sorteo las cacas de perro. Acabo sentándome en un banco. Me acompaña
una vieja amiga. Tiene los ojos vidriosos y turbios por las lágrimas. No me
molesta morir, de alguna forma he ido preparándome todos estos meses. Me duele
la desolación que dejaré en el corazón de quienes me quisieron. En eso he sido
afortunado. Ni menos que unos, ni mas que otros; pero he sido feliz y ahora he
de dejar un mundo de padres cariñosos, de amigos cómplices, de risas en la
madrugada.
Mi amiga rompe al fin a llorar, estropeando el
rimel que contornea sus dulces ojos. Me abraza, con fuerza, con desesperación.
Tartamudea que todo saldrá bien. Ella no sabe que lo esta haciendo todo mas
difícil. Pero también lo hace mas fácil, encerrado entre sus brazos, acogido en
su pecho en el que late fuerte su corazón, siento que no todo ha sido en balde,
ha merecido la pena vivir. Me descubro rezándole a un Dios en el que no creo.
Muero en la mesa de operaciones. Un pitido
agudo, largo y pronunciado del electrocardiograma es mi despedida del mundo. No
se pudo hacer nada, no hubo negligencia, simplemente sucede. No importa, tengo
en mi puño cerrado mis dos monedas de plata para el barquero. El cirujano anuncia
para que alguien la anote la hora de la muerte, se quita los guantes de látex
lila con resignación y abandona el quirófano. Quizás le cueste dormir esta
noche. Para el enfermero será más complicado, tiene que limpiar y procesar mi
cuerpo. Llevarme a la morgue. Es el guardián de los muertos, se dice. Ellos le
acompañan y para él no es tan fácil como para el doctor deshacerse de ellos.
Éste irá camino ahora de lloriquearle a su pareja, a la barra de un bar o a
calentar el banco de una capilla solitaria de un Dios muerto. Pero el enfermero
ha de quedarse a acompañar a los muertos.
Cruzo la gran Laguna, de aguas profundas y
quietas. El Barquero me aconseja que no gire la vista atrás a la orilla que
acabo de dejar, es mejor así. Le pregunto, entonces, si es bonito al otro lado.
Suspira, esta cansado de esa pregunta, repetida durante milenios, y contesta
que él solo conoce la Laguna. Por alguna razón voy vestido con mi vieja
cazadora de cuero negra que me regalaran unos amigos y a la que solo he
abandonado en verano. Noto un peso en uno de sus bolsillos, antes vacio.
Introduzco la mano, palpo el objeto y sorprendido lo saco para observarlo. Es
una cajetilla de Chesterfield. Hay que joderse.
Emerjo al turbio cielo de Madrid desde el
subsuelo tras un viaje sin paisaje. Las escaleras de la estación de metro de
Sol me vomitan en la plaza homónima, una enorme playa de baldosas moteada por
la estatua ecuestre de un rey Austria y dos ridículas fuentes, una a cada
extremo. Sin bancos donde descansar ni sombras donde refugiarse la gente va de
aquí para allá, siempre viniendo de algún sitio o regresando de otro. Animan el
extenso solar donde reina despótico un sol implacable sin compañía de nubes
gentes caracterizadas o disfrazadas torpemente de los personajes animados de
moda que hacen carantoñas a cambio de unas monedas. También pueden verse
loteros anunciando decimos para el próximo sorteo extraordinarioy predicadores de religiones diversas. Manadas
de asiáticos hacen fotos a ellos y a los macizos y orgullosos edificios que
cierran la plaza a la brisa.
Hecho un rápido vistazo a mi mapa –se que
parado sería un estorbo a la multitud y sería arrastrado sin piedad por la
corriente- y tomo la cercana Calle Carretas, donde esta mi pensión. Madrid es
una constelación de pensiones, quizás porque en esta ciudad todos son foráneos,
quizás porque todos estén de paso de una manera u otra.
A mitad de calle atravieso un recio portal de
hierro, cuya puerta llora y gime al ser abierta. Subo un par de pisos por las
escaleras de madera – el ascensor esta estropeado- que permanecen extrañamente
mudas a mis pasos. Las puertas no tienen número, solo se indican si están a
derecha o izquierda. La de mi pensión esta a la izquierda, la regenta una
amable señora ya entrada en años y en carnes que me guía cortes, después de
hechas las formalidades del pago, a mi habitación.
Es una habitación pequeña, con su propio baño,
que da a la calle. No hay concesión a la bohemia del artista decimonónico, la
pieza esta limpia y aseada y la cama parece cómoda. Abro las hojas de madera de
la ventana, asomado a la calle me enciendo un cigarrillo, anochece. Dice la
canción que esta ciudad vibra como un pájaro en llamas por la noche, pero yo
estoy cansado después de un largo viaje en autobús y me voy a la cama sin ni siquiera
cenar. En la habitación de al lado una pareja hace el amor, me duermo acunado
por la nana de sus gemidos y el chirriar del colchón.
II.
El amanecer me sorprende acodado en la barra
de un estrecho bar mal iluminado –Calle de Bordadores, he accedido a esta calle
atravesando el callejón- plaza de San Gines con su solitaria arcada- dando cuenta de un café con leche y unas porras,
un desayuno nada exiguo En el otro extremo de la barra unos soñolientos
policías locales del turno de noche esperan con un café solo a su relevo. El
camarero y dueño del pequeñísimo local esta fuera fumando, su camisa
desabotonada hasta medio pecho, a pesar de lo temprano del día hace calor. Nos acompaña
a todos el zumbido de un ventilador que se cae a pedazos de puro viejo.
He de decidir con tino a donde ir hoy. Madrid
no es el destino de mi viaje, solo estoy de paso camino a Lisboa, en el
Atlántico, y dentro de unas horas he de subirme a un autobús Alsa. Tampoco es
la primera vez que piso la capital, así que callejear por sus calles
descubriendo sus rincones esta descartado, además la temperatura es alta y el
verano de aquí es una estación seca de aire recalentado enriquecido por una
polución asfixiante. Sus calles de sólidos y altos edificios y aceras siempre
atestadas de gente no son, tampoco, del agrado de un chico de provincias como
yo.
Absorto en el mapa como estoy no me apercibo
de que el dueño del bar ha cesado en su tarea de expirar e inspirar humo y ha
vuelto a entrar, ocupando su lugar tras la barra, así que su voz grave y
rasgada me sobresalta un poco cuando me informa secamente de que hoy hay rebaja
en los precios de entrada del Museo del Prado. Le observo, manos de dedos
hinchados y un rostro abotargado de mirada melancólica, no da el tipo de
interesado en el arte. Hubiese podido saber mas de ese interés si me hubiese
fijado en la imagen que colgaba junto a las botellas de Terry, Soberano y
Chinchon. Era una foto antigua de tonos verdosos, en la que un orgulloso joven
en mono de trabajo posaba delante de un camión, a su lado, apoyados en el costado
del camión, varios cuadros. Si hubiese preguntado, como digo, el barman me habría
explicado que aquel joven era su abuelo, conductor de uno de los camiones que
transportaron los cuadros del Prado a Valencia durante la Guerra. Pero no
pregunto, en lugar de ello pago los 4€ del desayuno y me marcho con un
protocolario “Gracias. Hasta luego”.
II.
Desando mis pasos por el callejón de San Ginés,
en la esquina de éste con la Calle arenal me detengo en una curiosa librería al
aire libre de puestecillos de artesonado de madera oscura de aires castellanos
y hasta herrerianos a hojear los libros de viejo que hay allí y acabo
adquiriendo un ejemplar de hojas amarillentas de “Coplas a la muerte de mi
padre”, de Manrique – una lectura apta para aquel viaje, pienso, si seguís
leyendo descubriréis el porqué -. Tomo una foto a la fachada plateresca de la
Iglesia de San Ginés y sigo la calle Arenal – con su su sala de conciertos y
sus bares que ofertan bocadillos de calamares- hasta la Plaza del Sol.
Cruzo rápido la Plaza del Sol, donde he de
esquivar a un hombre que lleva colgando de su moreno cuerpo un cartel
anunciando que “compro oro”, hasta la Calle Carretas, que me conduce hasta la
Plaza de Jacinto Benavente. Cerrando su lado sur se alza, enorme, un teatro, cuya titularidad comparten Calderón de la
Barca y una marca de helados. El dramaturgo del siglo de Oro dejo escrito – en
frase que se ha convertido en manido tópico- “que la vida es sueño” y el nombre
del teatro tiene algo del absurdo de los sueños. O quizás del espanto de las
pesadillas.
Desde esta plaza –que también alberga el
Ministerio de Justicia, con un reo mal ajusticiado acampado a sus puertas-,
girando a la izquierda, me interno en el llamado “barrio de las letras”. Mas
plazas, ésta la de Santa Ana. Todos tenemos nuestros ritos –o quizás nuestras manías-
y uno de los míos, cada vez que me veo obligado a venir a Madrid, es visitar
esta plaza, admirar el trazo modernista del hoy hotel Reina Victoria, hacerle
una foto a la estatua de Lorca que hay allí- gran poeta, horrible escultura- y
beberme una cerveza en la cervecería Alemana. Aún tengo el desayuno dándome
vueltas en el estomago, así que desdeño la rubia y sigo sin detenerme hasta la
Calle Huertas.
Calle Huertas, si, una calle que se lee mas
que se transita, jalonados como están sus adoquines de citas de escritores ya
muertos, exiliados o vilipendiados en vida, aunque alguno hay que conociera el
éxito mientras aún respiraba.
Paseo
del Prado. Altos y frondosos árboles guardan la mediana central, como
desafiando a la gris geografía urbana de Madrid, ahíta de ellos.
Velazquez guarda una de las entradas al Museo
del Prado. Rodeo el edificio buscando por donde acceder a la pinacoteca y me
encuentro con otro custodio, Goya en este caso, vuelto ya de Francia al
parecer.
III.
La taquillera da por bueno mi caducado carnet
universitario, a pesar de la foto en él de un yo mas aniñado, mas iluso, mas
ingenuo y me aplica la rebaja que ya anunciara el dueño del bar donde desayune.
Me entretengo en el vestíbulo antes de pasearme
por las salas del museo propiamente dicho. El amplio espacio es compartido por
una cafetería y una tienda de recuerdos. En ésta compro el lápiz y el bloc de
notas en el que estoy escribiendo este diario.
Los fusilamientos del 2 mayo. He visto este cuadro
en libros y reportajes en la televisión, pero no me lo imaginaba tan grande,
tan bello, tan perfecto. Me siento en el suelo, como hipnotizado, quiero
contemplarlo, admirar cada detalle, cada pincelada, pero una responsable del
museo interrumpe mi cortejo y me conmina a levantarme del suelo.
Abandono
entonces al de Fuendetodos y subo al piso de arriba, donde me esperan Velazquez
y Murillo. Y como me pasara con los cuadros del sordo genial, se conmueve mi
alma ante la contingencia de esos cuadros mil veces vitos en catálogos y
revistas, pero que nunca he contemplado en su admirable realidad.
IV.
Apuro un cigarrillo sentado en las escaleras
que suben del Museo hasta la Iglesia de Los Jerónimos., intentando desembotar
mi cabeza y mi ánimo, mareado y aturdido como estoy ante tanta belleza.
Observo
a la gente. Un grupo de turistas de procedencia diversa que acaba de apearse
disciplinadamente de un autobús de colores chillones y que se dirige a la
entrada del Prado. Un músico callejero que hace llorar lagrimas de tonos agudos
a su gastado contrabajo. Aquí y allá proyectos de artistas que emborronan
cuartillas con sus lápices, algún osado incluso con acuarelas, destaca entre
estos pintores aficionados una chica pelirroja, de tez blanca salpicada por
infinitas y diminutas pecas y un cuerpo sutil y delicado.
Quizás debería ir a visitar la Iglesia de los Jerónimos,
templo de realengo, o presentar mis respetos al caserón donde se ubica la Real
Academia de la Lengua, pero mi reloj me informa que ya es tiempo de hacer
camino hasta la estación de autobuses y tomar mi transporte hacia poniente.
El concierto fue
un éxito. La obra para piano, violín y saxofón compuesta por aquella pálida
alumna levantó de sus butacas a
docentes, autoridades, alumnos y demás presentes en la sala. “original” “con
mucho ritmo” “clásica y moderna” eran frases que se repetían en el auditorio.
Después del concierto vi a muchos acercarse a felicitarla, pero ella parecía
inmune a los halagos, sabedora, quizás, que los que se acercaban a darle
palmaditas en la espalda solo buscaban
de alguna manera participar en su triunfo. Pero ella solo era una chica con un
instrumento, nada más.
Pude escuchar a un hombre ofrecerle tocar en noseque
acto, una manifestación o algo así. Ella rechazo cortésmente la invitación, no
se creía mas que nadie y poco podía criticar a quién seguramente contaba con
los mismos defectos que ella. Me hubiese gustado acercarme a decirle que no la
creía.
No la creía porque mentía. Las bellas melodías
y ritmos que daba a sus obras y a su violín eran grito suave y dulce contra
todo lo feo de este mundo. Allí, encima del escenario, se atisbaba otro
presente mas amable. Su armonía contrastaba con los gritos desesperados y furiosos
de gente encolerizada, con razón o sin ella, que tomaban las calles aquella estación
de sangre.
Uno, con ánimo de hacerse el interesante en
una reunión con los colegas, podía arrellanarse en su silla, soltar parsimoniosamente
una bocanada de humo de su cigarrillo, decir aquella manida frase de
Shakespeare de que el mundo era “ruido y furia” y rematarla con una media
sonrisa burlona de suficiencia; pero ella asía la realidad y la coloreaba, la
ordenaba en notas cantarinas a lo largo de las líneas de un pentagrama,
transformándola en algo que merecía vivir y experimentar. Su música no era para
oídos cínicos.
Plaza
de un poblachon del sur de Cuenca, con sus casas encaladas, sus tapias y
portalones, sus ventanas con recias rejas, piedras viejas e iglesias que
guardan secretos y privados tesoros barrocos. Alonso Quijano y Sancho Panza
toman un café. De espigada y triste figura uno, de baja estatura y oronda tripa
el otro. Parecen abatidos y derrotados.
Los dos amigos han llegado a la Plaza Mayor –
o Plaza de la Iglesia, o del Ayuntamiento - en un viejo sidecar de morado
oscuro y la palabra “Rocinante” pintadas en su flanco. Vienen a desfacer
entuertos, como pone a modo de eslogan en la puerta de su despacho de investigadores
privados, pero los entuertos son muchos.
Quijano mira distraído el horizonte, coronando
una loma, a lo lejos, se divisan unos altos molinos de viento que producen
electricidad y piensa en ellos como enormes gigantes. Pero no hay emoción en
sus pensamientos, se encuentra melancólico, su bella Dulcinea se marcho con sus
masters a trabajar de camarera a algún pueblo inglés de impronunciable nombre.
El humor de Sancho no es mejor, la “ínsula de Barataria”
se demostró un gran fraude inmobiliario y ahora tiene unas llaves que no abren
ninguna puerta.
De una oficina de tonante nombre comercial que
da la plaza emerge un flacucho encorbatado, camisa rosa con sus iniciales
bordadas. Se enciende un cigarrillo y ladra ordenes recompra y de venta en un japonés
macarrónico. Quizás sea este hombre el objeto de sus investigaciones, piensan
ambos, pero ni es uno solo ni saben sus nombres. El entuerto es grande y
Quijano y Panza beben café en silencio, derrotados.
Tarde luminosa de agosto en el rompeolas. Javier
esta sentado sobre las rocas, sus pies descalzos lamidos por la espuma del mar.
Intenta quebrar el silencio blanco de los folios de su cuaderno.
A lo lejos,
asomada a la orilla, bañada en salitre, distinguió una figura familiar.Necesitaba la compañía de un amigo en aquellas
horas de marea baja, así que se acercó a ella. Era Ana, hace miles de años sus vidas
estuvieron cruzadas. Ella le contó quetras un largo viaje consiguió alcanzar la playa.
Anocheció. No
querían volver a casa. Fueron hasta el cercano Hotel Los Ángeles. En la
habitación, sentados los dos en una
polvorienta moqueta, Javier le preguntó si podía acompañarla de nuevo. Se
abrazaron, no volverían a naufragar y liberarían París. Durmieron entrelazados
y amanecieron después de las seis sin dramas esta vez.
Que bonica la meua ciutat mediterrània a la
primavera ¡ El sol lluïx ben alt fins a les vuit de la vesprada, banyant-ho tot
d’un càlid blanc feroç, i només llavors decidix acomiadar-se en un ocre capvespre.
Per poc que es camine s’abandona l’asfalt dels seus plans carrers, sempre plens
de gent –xiquets amb els seus inquiets jocs, les rialles estentòries dels
jóvens, adults comentat el “mal que va tot”-, per a trobar-se en l’horta que la
rodeja, de verds pàl·lids i terra fèrtil d’un marró rogenc i intens. El soroll
dels cotxes desapareix substituït pel trinat dels pardals i l’ànima s’escampa
peresosa per la immensitat vegetal de cels blaus i límpids. Que bonica la
meua ciutat mediterrània a la primavera ¡
Decidió
volver, dejar Ciudad de Piedra y Viento y regresar a su ciudad con mar y sol. Pero
aunque aquella ciudad de altos edificios de piedra oscura que acumulaban siglos
en compañía del viento y la lluvia había sido una amante fría sentía que tenía
que despedirse de ella. Se sujetó su pelo negro como la noche con una horquilla, se calzó
unas gruesas botas de pálido azul, se abrigó con un chaquetón también azul y salió
dispuesta a decirle adiós. ¿Tendría aquella vieja urbe un as escondido en su
pétrea manga que le convenciera de quedarse? No lo sabía.
Salió a la calle y unos pasos mas adelante se
introdujo por una arcada abierta en uno de los edificios, anduvo por las
sombras del estrecho pasaje y bajó por unas escaleras vestidas de musgo verde para
finalmente llegar a unos jardines dignos de una princesa, de verde hierba
fresca y árboles desnudos de hojas. Allí se subió a la noria, patinó en la
pista de hielo, vio a los trenes salir de la estación cercana.
Continuó su caminar hasta donde acaba el
asfalto y empieza la tierra y la hierba. Caminó descalza, olvidados sus zapatos,
enfundados sus diminutos pies en unos simpáticos calcetines lilas, por una de
las campas que se extendían eternas cerca de Ciudad de Piedra y Viento. Le gustaba
pasear sin rumbo por allí, sentir el viento acariciar su cuerpo menudo sin el
obstáculo de los altos y apretados edificios de la ciudad, empapar sus
simpáticos calcetines lila con el rocío que las frescas mañanas regalaban a la
hierba. Dejar libre su imaginación y que ésta llenará de historias, personas y
recuerdos aquella vasta extensión verde. El ruinoso conservatorio con goteras
donde aprendió música, el primer escenario que pisó, la sala donde ensayaba,
siempre llena de solfas, bemoles, corchetas y alegrías. El anciano conductor
del autobús de Ciudad Dormitorio –la que era su verdadera su ciudad-, aquél
señor que paseaba a un cerdito que tenía como mascota, las verduleras del
mercadillo ambulante que anunciaban con extraña poesía sus productos, jóvenes
en los bancos del parque comiendo pipas, a Ignacisky y a sus Bufones Peregrinos
alegrando las mañanas de los sábados con sus trombones, sus trompetas y sus
bombos, amantes sin nombre, su cama a veces solitaria, a veces refugio de almas
de poetas. Pensaba en Marta, la reina del supermercado, entronizada tras la
caja registradora, chica voluptuosa y de sonrisa perenne, y en Javi, chico
distraído sin oficio conocido, cuya cabellera empezaba a clarear a la altura de
la coronilla.
Subida a una colina –en realidad una pequeña y
suave elevación del terreno- hacia sonar
a su violín poderoso y alegre, desparramando en ordenada confusión sus notas
por aquella extensa llanura, abriendo las nubes para que dejaran sitio al sol y
amansaran el viento. La ciudad no le había dado un último y desesperado motivo
para quedarse y, aunque no olvidaría a la vieja señora de piedra y viento,
tampoco la echaría de menos. Pronto estaría en casa.
( Dibujos primer y último párrafo: Los colores olvidados, Silvia G.Guirado. )
La reconocí en un café del Boulevard Saint-Germain-des-Prés,
su pelo castaño cayendo sin gravedad sobre sus hombros. O quizás era un café de
una ciudad con mar y sol. Café a medio tomar, sus dedos pulidos por las cuerdas
de una guitarra sujetaban un bolígrafo morado que emborronaba de notas un papel
pautado.
La
veo salir. Otea el cielo, gris, lluvioso, y abre su paraguas de granate
intenso. El día es desapacible y la tela del paraguas soporta mal que bien los
embates del viento. Parece la chica marinera en tierra manejando con esfuerzo
las velas de su esquife ante la tempestad. Pronto se cansa del inútil esfuerzo
y pliega el paraguas. Camina entonces encogida, las manos enterradas en los
bolsillos de su largo abrigo. Su figura gris y menuda se confunde con los
colores pálidos de los edificios beux-arts
de París.
O quizás la chica ha salido del café al sol mediterráneo.
Pestañea acostumbrando sus ojos al sol que reina imperial en el cielo y su
mirada se llena de luz. Hace calor, se desprende de su chaqueta de primavera
descubriendo unos delicados hombros de piel tostada. Camina por las estrechas
calles empedradas a las que asoman caserones que acumulan siglos en sus
fachadas. La sigo a distancia, sin querer molestarla, una suave brisa se
levanta meciendo su cabello. Arrastra el viento imperceptibles semillas de los
naranjos apostados aquí y allá, batallando contra el asfalto, llenándolo todo
de una sutil fragancia de flor de azahar.
2.
Vuelvo a verla en el Pont Neuf. Estaba yo, mi gabán empapado, apoyado en uno de los
balcones del puente. Pasó deprisa, hoy no era el día para contemplar como el
Sena, en los días brillantes, juega a ser espejo con el sol. Melancólica, el
rostro crispado por la tristeza.
O quizás tomó un tranvía, en el que yo leía un
periódico del día anterior, para encontrarse con un mar que siempre la estaba
llamando con el sonido bello y cadencioso de las olas. Se acomodó en uno de los
asientos junto a la ventana, apoyó su lindo hombro moreno en el cristal y se puso
a observar distraídamente el paisaje, abstraída de la masa sudorosa y chillona
que viajaba con ella. Tatareaba canciones alegres. El tranvía amarillo
avanzaba, crujían las maderas, chirriaban las ruedas de metal.
3.
La
chica permanecía parada al final del puente Neuf,
la ille ante ella. Las sobrias fantasías
arquitectónicas del barón Hausman conviven aquí con logros tardomedievales. Las
agujas góticas de Notre Dame no se ven, pero se intuyen. Decidió que sí quería
saludar al Sena y bajó hasta sus aguas. Al borde de la hormigonada orilla, sacó
su libretilla de papel pautado del amplio bolso y arrancó una de sus hojas de
cartulina. Las gotas de lluvia la besaron y convirtieron la tinta negra en
lágrimas, ella misma lloraba. Hizo un barquito con la cartulina, doblándola
cuidadosamente y la posó sobre el agua. La suave corriente lo alejó de ella.
O quizás, cerca de las dunas que guardaban un
mar de azul eléctrico el tranvía se detuvo, abrió sus puertas y del transporte
de madera y hierro salió ella. Se dirigió morosamente a la playa y se detuvo en
la orilla, el mar permanecía manso y quieto, las débiles olas rompían con
desgana convirtiéndose en espuma. Desde
lo alto de la duna donde estoy sentado la veo desvestirse, olvidado todo pudor,
solo permanece sobre piel su verde ropa interior. Se adentra en el mar,
sostiene en alto un barquito de papel que ha elaborado con una hoja de
cartulina de su libretita de papel pautado. Bracea torpemente hasta que deja
atrás las olas de la orilla y posa su navío de papel sobre el agua salada y lo
hace a la mar. Lo ve alejarse, movido por el viento y queda ella flotando boca
arriba en la inmensa y brillante masa azul. Cierra los ojos para protegerse del
sol, el mundo queda reducido a un destello amarillo. Sonríe.
4.
O puede que todo esto lo soñara y donde me
encontré con la chica fue en un puesto de flores en la calle Corrientes, Buenos
Aires, ella vendía claveles y gardenias. O quizás todo fuera una canción.
El cuerpo del
hombre –unos 30 años- yacía muerto sobre la acera. Un golpe en su pecho que
revelaba un hematoma de feo color morado oscuro parecía ser la causa del
fallecimiento. El inspector de homicidios ya intuía que le diría la forense
sobre el arma fatal: un genérico objeto grande, romo y pesado. A. llevaba más
de 20 años en el cuerpo, problemas con la autoridad y las pastillas. Al menos,
pensaba, no completaba el tópico de policía quemado con una desmadejada y larga
gabardina marrón. Tampoco llovía. Resolvería este caso con su fuerza
acostumbrada. Su trabajo consistía en recoger la basura, sostenía, así que sus
modos eran los de un basurero, no los delicados métodos de un cirujano.
No había pistas, ni testigos, nadie había
visto nada. Tomó la cartera del fallecido, su única pertenencia junto a una
carterita donde guardaba lo necesario para liarse cigarrillos. Era una cartera
de piel marrón clara algo gastada, no excesivamente grande pero tampoco era
pequeña, de una marca muy conocida. Lucía poderosa, parecía dar entender que su
portador era un hombre importante, pero en su interior no guardaba tarjeta de
crédito alguna y la cantidad de efectivo era irrisoria.
Lo primero era lo primero. Se presentó en el
domicilio que aparecía en el DNI de la victima. Le abrió el padre, le comunicó
la triste noticia, el padre lloró. A. podía oír como si fuera un sonido real el
chasquido de la mente y el corazón al quebrarse y era un ruido horrible, más
que el del propio llanto. Pidió permiso para entrar en la habitación del hijo,
unas estanterías con decenas de libros, un escritorio con un portátil, fotos de
amigos –ninguna indicaba que tuviera pareja-. No encontró drogas y la
decoración no llevaba a pensar en un chico melancólico o agresivo. La madre le
confirmó que se trataba de una persona alegre. Preguntó si había trabado
enemistad con alguien y la respuesta fue negativa.
Bien,
seguía sin tener ninguna pista. Volvió a inspeccionar la cartera. Lo
interesante se encontraba en el espacio reservado a las tarjetas. Se trataba de
una solapa con ranuras para las finas láminas de plástico en la parte superior
y una tela de rejilla para el DNI en la posterior. En una de las oquedades
guardaba un par largo de tarjetas de visita de restaurantes, un teatro y varios
locales de música en vivo. En otra un satinado calendario de bolsillo de un
grupo de música que desconocía, en el que aparecía una foto estilizada de las y
los miembros de la banda junto al logo de la formación. Mostró la foto del
muerto a los camareros y dueños de aquellos locales, pero ninguno le recordaba.
Eso quería decir que nunca había tenido líos.
Decidió entonces probar con el grupo de
música. Entró en su página web y la casualidad quiso que tuvieran programado un
concierto para esa misma noche. Se presentó en el local donde tocaban,
absolutamente lleno. La puerta de los camerinos estaba entreabierta y pudo ver
a los músicos concentrándose para salir, era el momento del rito de salida, todos
portaban en su mano una especie de amuleto que resultó ser un pin con el logo y
nombre del conjunto. Tocaron, el público botó, gritó y gozó. Cuando volvieron a
retirarse al camerino les abordó, su placa le abrió la puerta. Les preguntó si
conocían al fallecido. Resultó ser un buen amigo y las lágrimas corrieron por
sus mejillas. Dijeron no conocer si tenía enemigos. La contrabajo balbuceo que
deberían dedicarle una canción, las miradas eran bajas y las voces
balbuceantes. A. decidió salir de allí, no iba a sacar más información útil.
Expulsaría el sonido de los sollozos de su cabeza con Jack y Vicodina, si, eso
estaría bien.
Al día siguiente no podría decirse que se
hubiera levantado, pues no había dormido. Le deprimía su desastrado y sucio
apartamento, le daba ardor de estomago la comisaría, así que decidió asirse a
otra de las piezas del rompecabezas que contenía la cartera de piel marrón y
salir en busca de respuestas. Se trataba de una composición fotográfica impresa
en cartón dividida en recuadros en los que aparecían, suponía, amigos y
familiares. Las personas mayores que aparecían en una escena navideña eran los
padres del desafortunado. En el recuadro de al lado exhibía sonrisa una bella
chica morena, era una de las que aparecían en el calendario del grupo de
música. Debajo de ella un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría. Con la banda
ya había hablado, por lo que decidió encontrar a alguna de las jóvenes del
grupo de chicas. Reconocía los edificios que servían de escenario a la foto y
para allá que se fue. Se sentó en un banco próximo al lugar que servia de escenario
para la foto y esperó fumando un cigarrillo tras otro y rezando a un Dios en el
que no creía que apareciera una de las mujeres. Y apareció, una flacucha de
rizos dorados. Le comunicó el óbito de su amigo, averiguó que se conocían por
haber trabajado juntos y repitió lo que decían todos los conocidos de la
victima: no tenía enemigos. Se alejó la chica con los ojos acuosos mientras
llamaba a alguien por el móvil. A., usando su propio móvil utilizó una
aplicación que oficial y técnicamente no existía –y que en cualquier caso era
ilegal- y sincronizó su celular con el de la amiga del fallecido. Hablaba con
una voz femenina de organizar una cena para recordar a su amigo. Mierda, esto
se estaba convirtiendo en un callejón sin salida. Le dolía la cabeza.
Llegó el momento de rendir cuentas de sus
pesquisas ante el comisario. Tuvo que admitir que no tenía ninguna pista. No
había ningún móvil para el asesinato. “Un suceso triste, el fallecido se
encontró la muerte de forma inopinada y violenta, paseaba por la calle cuando,
supongamos, un atracador que pretendía su dinero y su móvil le robó, en cambió,
la vida” le dijo el inspector a su jefe. Era una suposición absurda y falsa,
nada indicaba que se tratara de un atraco – el sujeto conservaba todas sus
pertenencias-, pero a falta de pruebas acabaría convirtiéndose en la
explicación oficial. El comisario empezó a soltar una larga perorata, pero el
pensamiento de A. estaba ocupado por las expresiones alegres de las caras en
las fotos de los amigos y familiares del asesinado que guardaba en la cartera
de piel marrón demudadas en mascaras de tristeza y llanto al conocer la noticia
de su fallecimiento.
Después del tenso y largo despacho con el
comisario A. volvió al escritorio que ocupaba en propiedad desde hacía 20 años en
la comisaría. Introdujo la cartera en un sobre para pruebas, la guardó en el
cajón y salió a fumar un cigarrillo. ¿Qué diría su cartera si le encontrarán
sin vida?, reflexionaba. Que era inspector de policía y que era cliente del
banco cual y la caja tal. Nada más. Ni siquiera tenía fotos de sus hijos,
estaba divorciado y no solía verlos mucho. Su cartera no guardaba ninguna
historia, no estaba destinada a ello, pero la victima se deducía contenta de
llevar un resumen de su vida en el bolsillo.Era feliz con la gente que le rodeaba, así que era lógico guarecerlos en
la cartera, después de todo eran su capital más importante. Alguien recordaría
su nombre después de muerto.
En
esta entrada romperé la regla de no escribir nada personal. Dedicado a Mario
Pinazo, ilustre jurista, traductor del idioma murciano y manchego, gran
conocedor de la onomástica cristiana y filántropo.
1996.
Aquél año se celebró la Eurocopa en Inglaterra. Mis compañeros de clase, niños
de 12 años entonces, quizás llevados por el espíritu del evento deportivo o
porque estábamos hartos de jugar con pelotas prestadas o hechas con papel de
plata (logramos verdaderas obras de arte) decidimos comprarnos el balón oficial
de la Eurocopa, un Adidas modelo Questra.
Era un hermoso balón que nos llamó la atención
desde que lo vimos, reluciente, en el escaparate de la tienda deportiva Xavó.
Sus delicadas filigranas y suave color azul nos enamoró por su, digamos,
elegancia. Nosotros, chicos de barrio obrero de enormes bloques de pisos
iguales entre si y jardincitos que eran mas solares que parterres. Su precio,
en torno a unos 5.000 Ptas. era prohibitivo, así que convinimos en adquirirlo
en comandita, a partes iguales.
Fue un largo mes de ahorrar pagas (y de
suplicar a nuestros padres y madres que nos las aumentaran) y de dejar de
frecuentar los recreativos y kioscos, pero acabamos juntado el dinero. Quedamos
los conjurados en la plaza para ir todos juntos a por el balón -recuerdo que uno
de nuestros socios era chica y lo recuerdo porque en aquél entonces eran raras
las chicas futboleras, igual que las chicas con pelo corto - .Allí íbamos,
ilusionados, con la cabeza alta, orgullosos, amigos y hermanos. En la tienda
nos comportamos con una falsa profesionalidad, nos sentíamos algo importantes
con toda esa fortuna encima, y, sobre todo, no queríamos que la dependienta nos
tomara por unos criajos (cosa imposible, porque lo éramos). La empleada nos
trajo el balón desde el escaparate y nosotros depositamos nuestras cerca de
5000 Ptas. en monedas encima del mostrador. La mujer que nos atendía nos dedico
una sincera y tierna sonrisa y guardó el dinero en la caja registradora sin ni
siquiera contarlo.
Guardábamos el esférico en un armario de
nuestra clase para ahorrarnos los líos de decidir quién se quedaba con su
posesión y jugábamos a futbol con él durante los recreos en el campo de tierra,
hoyos y alguna piedra. La alternativa no era mejor, un campo de hormigón y
gravilla que desollaba nuestras pantorrillas y rodillas (lucí durante mucho
tiempo una blanca cicatriz en mi rodilla izquierda). Nuestra chica futbolera
solía jugar de defensa. Metía mucho el cuerpo y nosotros, por vergüenza, pudor
o por un ridículo sentido de la caballerosidad, evitábamos el contacto, así que
robaba muchos balones y detenía muchos ataques y contragolpes, por lo que su
presencia era muy apreciada y era habitual que fuera elegida de las primeras a
la hora de decidir la composición de los equipos en liza.
Estar delante de la tele era un privilegio que
nuestros padres y madres rara vez nos concedían, así que recreábamos los
encuentros de la Eurocopa en nuestro patio, sirviéndonos del Marca que uno de
nuestros compañeros le sustraía hábilmente a su padre. Así, en nuestro querido
patatal se jugaron el Francia- Holanda, el España-Inglaterra, el Alemania- República
Checa y tantos otros. Aprendimos más geografía con el Marca que en Conocimiento
del Medio.
Cuidábamos mucho aquél balón –incluso llegamos
a lucirlo alguna vez,al principio- y evitábamos con coraje y ferocidad que los
de octavo curso, esos chicos que venían al cole en Vespinos cochambrosas,
petardeantes y trucadas y que fumaban en el patio, nos lo robaran. Pero la pelota
estaba cosida para terrenos con césped, no para canchas de tierra y terrones
con firme desigual y acabó pelándose, primero, y destrozándose después. Cumplió
un buen servicio por cerca de año hasta que decidió despedirse ya convertido
solo en una cámara de goma hinchada.
Hoy pasé por la tienda de deportes Xavó. El
cristal de su escaparate estaba ocupado casi en su totalidad por un enorme cartel
de cartulina color roja en el que en letras negras se anunciaba “50% por
liquidación”, parece ser que cerrará en breve. Comentándolo con un amigo me
vino el recuerdo, mi colega me pasó una foto del balón Questra y la nostalgia
hizo el resto.
No se que habrá sido de mis compañeros de
clase y de aquella chica futbolera, perdí el contacto un par de años después de
cambiarme de colegio –años durante los cuales, siempre que nos veíamos nos prometíamos
que seríamos amigos para siempre-, solo conservo una vieja foto de todos nosotros
en el patio del colegio, sonrientes y todavía infantes.
Andrés caminaba afanosamente por las calles de
Madrid como un tal Pereira en Lisboa, sostiene. Quizás porque su ciudad también
tenía cuestas. Quizás porque su ligero sobrepeso y el tórrido calor de ese día
le hacían moverse lentamente, la frente perlada de sudor que iba retirándose
con un pañuelo morado. Pero a diferencia de la ciudad de Pessoa, Madrid no
contaba con la azul compañía de un océano y el aire que respiraba estaba como
recalentado y sucio. Era un músico que fue famoso un verano y hoy aún le
llamaban de alguna radio o de algún programa de humor para que fuese a hacer el
tonto.
Decidió detener su marcha para descansar y
refrescarse un poco. Entró en un café de hechuras modernas, de muchos, cálidos
y variados colores cuya decoración abominaba de la línea recta. Era un local de
amplios ventanales sin sombras ni reservados y cuya parroquia no pasaría de los
40 años.
Se sentó a la barra de formica azul y pidió
una Zarzaparrilla al imberbe camarero de camisa negra y éste se la sirvió
anunciando en voz alta su pedido. Andrés rodeó la botella con las
manos, estaba gloriosamente fresca. Un cliente sentado a su izquierda en la
barra dijo a viva voz que él prefería la cerveza. El cliente a su derecha
chilló en tono agrio que la Zarzaparrilla era un producto fabricado en el Imperio
Austro-Húngaro, que como podía beber aquella bazofia producida por un país
criminal y autoritario.
Acabada la perorata del cliente chillón una
desgarbada mujer se levantó de la mesa que Andrés tenía a su espalda, se
presentó como comercial de la Zarzaparrilla, le pasó su tarjeta y empezó a
hablarle de las bondades del producto. Unas mesas más allá un grupo de gente
comentaba que Andrés siempre solía pedir y beber té helado y se preguntaban que
le habría hecho cambiar de opinión. Los clientes acodados en la barra, la
comercial, el corrillo de gente, todos hablaban a voz en grito.El que era el foco de atención no había dado
siquiera un sorbo a su refresco y se llevó las manos a la cabeza, no soportaba
aquel ruido. Se preguntaba porque toda aquella gente creían conocerle y le desconcertaba la confinza con la que se dirigian a él. Con todo el control y amabilidad que le fue posible pidió a los
del café un poco de silencio y masculló que él no era tan importante.
Fue un error fatal por parte de Andrés, el bar
estalló en protestas airadas e indignadas. El era una persona conocida no podía
negarse a ser conocido mas, que ellos
escuchando su música le dieron su éxito, que si era un tipo malhumorado y
tosco, muchos manifestaron su intención de cambiar de acera si lo veían por la
calle. Salió corriendo a la calle, no aguantaba más, incluso el sonidode las obras en la vía y el de los coches y
sus claxons le pareció amable comparado con el guirigay del interior. Pronto se
dio cuenta que los viandantes también comentaban el que hubiera pedido una
Zarzaparrilla. Pero pasada la sorpresa se dio cuenta de que aquello le gustaba.
Volvían a hablar de él.
Unos meses mas tarde el rostro moreno de
Andrés era la cara de Zarzaparrilla, su foto estaba en marquesinas, carteles y
anuncios. La marca le patrocinó un disco, bien que la labor creativa no fue del
todo suya. Y hablaban de él, hablan de él a todas horas. Para sí tenía que
admitir que le mareaba tanta cháchara y tanta frivolidad, que le llevaran de
aquí para allá, el haber pasado de persona a personaje. Pero intentaba no
pensar demasiado en ello.