Plaza
de un poblachon del sur de Cuenca, con sus casas encaladas, sus tapias y
portalones, sus ventanas con recias rejas, piedras viejas e iglesias que
guardan secretos y privados tesoros barrocos. Alonso Quijano y Sancho Panza
toman un café. De espigada y triste figura uno, de baja estatura y oronda tripa
el otro. Parecen abatidos y derrotados.
Los dos amigos han llegado a la Plaza Mayor –
o Plaza de la Iglesia, o del Ayuntamiento - en un viejo sidecar de morado
oscuro y la palabra “Rocinante” pintadas en su flanco. Vienen a desfacer
entuertos, como pone a modo de eslogan en la puerta de su despacho de investigadores
privados, pero los entuertos son muchos.
Quijano mira distraído el horizonte, coronando
una loma, a lo lejos, se divisan unos altos molinos de viento que producen
electricidad y piensa en ellos como enormes gigantes. Pero no hay emoción en
sus pensamientos, se encuentra melancólico, su bella Dulcinea se marcho con sus
masters a trabajar de camarera a algún pueblo inglés de impronunciable nombre.
El humor de Sancho no es mejor, la “ínsula de Barataria”
se demostró un gran fraude inmobiliario y ahora tiene unas llaves que no abren
ninguna puerta.
De una oficina de tonante nombre comercial que
da la plaza emerge un flacucho encorbatado, camisa rosa con sus iniciales
bordadas. Se enciende un cigarrillo y ladra ordenes recompra y de venta en un japonés
macarrónico. Quizás sea este hombre el objeto de sus investigaciones, piensan
ambos, pero ni es uno solo ni saben sus nombres. El entuerto es grande y
Quijano y Panza beben café en silencio, derrotados.
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