Ha
sucedido. Cáncer. Los Chesterfield que fumo desde mi pubertad han cobrado negra
venganza. El médico me señala unas manchas en una radiografía de mis pulmones.
Estoy demasiado triste y desconcertado para prestarle atención.
Desde
entonces doctoras, enfermeros. Salas de espera, camas de hospital.
Radioterapia, pierdo el pelo, me siento débil. Amigos y familiares que me
gritan enfadados “te lo dije” para luego echarse a llorar; me abrazan, me dan
palabras de ánimo, llegan regalos y flores. Lo peor es que no volveré a probar
un cigarrillo.
Mas malas noticias, por azares de la biología
ha aparecido un tumor también en mi cerebro. Presiona no se que parte de él que
me emborrona la visión de mi ojo izquierdo. Es un comensal rápido e insaciable,
me matará, éste si. Pasado mañana, a mas tardar, me dicen. Hay que operar,
opinan.
Me informa de la operación el cirujano que la
llevará a cabo. Habla de forma profesional y sencilla, sin demasiada emoción en
su voz. Al acabar su explicación me toma suavemente la muñeca y me mira a los
ojos. Su gesto es cálido y hay sinceridad en su mirada, pero prefiero al
enfermero balbuceante que vino antes. Sabe que estoy acabado, que con toda
probabilidad la diñare en la mesa de operaciones y él tendrá que cerrarme los
ojos, pero aún así intenta animarme con chistes e ironías tontas.
Me empeño en que me dejen salir a pasear fuera
del hospital. La jefa de enfermería sabe que es el último deseo de un moribundo
y me franquea el paso a la luz del sol, a la bendita luz del día.
Enfrente del lugar de muerte y resurrección
donde estoy ingresado hay un parque. Lo ando un buen rato, paseo por sus
alamedas, sorteo las cacas de perro. Acabo sentándome en un banco. Me acompaña
una vieja amiga. Tiene los ojos vidriosos y turbios por las lágrimas. No me
molesta morir, de alguna forma he ido preparándome todos estos meses. Me duele
la desolación que dejaré en el corazón de quienes me quisieron. En eso he sido
afortunado. Ni menos que unos, ni mas que otros; pero he sido feliz y ahora he
de dejar un mundo de padres cariñosos, de amigos cómplices, de risas en la
madrugada.
Mi amiga rompe al fin a llorar, estropeando el
rimel que contornea sus dulces ojos. Me abraza, con fuerza, con desesperación.
Tartamudea que todo saldrá bien. Ella no sabe que lo esta haciendo todo mas
difícil. Pero también lo hace mas fácil, encerrado entre sus brazos, acogido en
su pecho en el que late fuerte su corazón, siento que no todo ha sido en balde,
ha merecido la pena vivir. Me descubro rezándole a un Dios en el que no creo.
Muero en la mesa de operaciones. Un pitido
agudo, largo y pronunciado del electrocardiograma es mi despedida del mundo. No
se pudo hacer nada, no hubo negligencia, simplemente sucede. No importa, tengo
en mi puño cerrado mis dos monedas de plata para el barquero. El cirujano anuncia
para que alguien la anote la hora de la muerte, se quita los guantes de látex
lila con resignación y abandona el quirófano. Quizás le cueste dormir esta
noche. Para el enfermero será más complicado, tiene que limpiar y procesar mi
cuerpo. Llevarme a la morgue. Es el guardián de los muertos, se dice. Ellos le
acompañan y para él no es tan fácil como para el doctor deshacerse de ellos.
Éste irá camino ahora de lloriquearle a su pareja, a la barra de un bar o a
calentar el banco de una capilla solitaria de un Dios muerto. Pero el enfermero
ha de quedarse a acompañar a los muertos.
Cruzo la gran Laguna, de aguas profundas y
quietas. El Barquero me aconseja que no gire la vista atrás a la orilla que
acabo de dejar, es mejor así. Le pregunto, entonces, si es bonito al otro lado.
Suspira, esta cansado de esa pregunta, repetida durante milenios, y contesta
que él solo conoce la Laguna. Por alguna razón voy vestido con mi vieja
cazadora de cuero negra que me regalaran unos amigos y a la que solo he
abandonado en verano. Noto un peso en uno de sus bolsillos, antes vacio.
Introduzco la mano, palpo el objeto y sorprendido lo saco para observarlo. Es
una cajetilla de Chesterfield. Hay que joderse.