Andrés caminaba afanosamente por las calles de
Madrid como un tal Pereira en Lisboa, sostiene. Quizás porque su ciudad también
tenía cuestas. Quizás porque su ligero sobrepeso y el tórrido calor de ese día
le hacían moverse lentamente, la frente perlada de sudor que iba retirándose
con un pañuelo morado. Pero a diferencia de la ciudad de Pessoa, Madrid no
contaba con la azul compañía de un océano y el aire que respiraba estaba como
recalentado y sucio. Era un músico que fue famoso un verano y hoy aún le
llamaban de alguna radio o de algún programa de humor para que fuese a hacer el
tonto.
Decidió detener su marcha para descansar y
refrescarse un poco. Entró en un café de hechuras modernas, de muchos, cálidos
y variados colores cuya decoración abominaba de la línea recta. Era un local de
amplios ventanales sin sombras ni reservados y cuya parroquia no pasaría de los
40 años.
Se sentó a la barra de formica azul y pidió
una Zarzaparrilla al imberbe camarero de camisa negra y éste se la sirvió
anunciando en voz alta su pedido. Andrés rodeó la botella con las
manos, estaba gloriosamente fresca. Un cliente sentado a su izquierda en la
barra dijo a viva voz que él prefería la cerveza. El cliente a su derecha
chilló en tono agrio que la Zarzaparrilla era un producto fabricado en el Imperio
Austro-Húngaro, que como podía beber aquella bazofia producida por un país
criminal y autoritario.
Acabada la perorata del cliente chillón una
desgarbada mujer se levantó de la mesa que Andrés tenía a su espalda, se
presentó como comercial de la Zarzaparrilla, le pasó su tarjeta y empezó a
hablarle de las bondades del producto. Unas mesas más allá un grupo de gente
comentaba que Andrés siempre solía pedir y beber té helado y se preguntaban que
le habría hecho cambiar de opinión. Los clientes acodados en la barra, la
comercial, el corrillo de gente, todos hablaban a voz en grito. El que era el foco de atención no había dado
siquiera un sorbo a su refresco y se llevó las manos a la cabeza, no soportaba
aquel ruido. Se preguntaba porque toda aquella gente creían conocerle y le desconcertaba la confinza con la que se dirigian a él. Con todo el control y amabilidad que le fue posible pidió a los
del café un poco de silencio y masculló que él no era tan importante.

Unos meses mas tarde el rostro moreno de
Andrés era la cara de Zarzaparrilla, su foto estaba en marquesinas, carteles y
anuncios. La marca le patrocinó un disco, bien que la labor creativa no fue del
todo suya. Y hablaban de él, hablan de él a todas horas. Para sí tenía que
admitir que le mareaba tanta cháchara y tanta frivolidad, que le llevaran de
aquí para allá, el haber pasado de persona a personaje. Pero intentaba no
pensar demasiado en ello.
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