La reconocí en un café del Boulevard Saint-Germain-des-Prés,
su pelo castaño cayendo sin gravedad sobre sus hombros. O quizás era un café de
una ciudad con mar y sol. Café a medio tomar, sus dedos pulidos por las cuerdas
de una guitarra sujetaban un bolígrafo morado que emborronaba de notas un papel
pautado.
La
veo salir. Otea el cielo, gris, lluvioso, y abre su paraguas de granate
intenso. El día es desapacible y la tela del paraguas soporta mal que bien los
embates del viento. Parece la chica marinera en tierra manejando con esfuerzo
las velas de su esquife ante la tempestad. Pronto se cansa del inútil esfuerzo
y pliega el paraguas. Camina entonces encogida, las manos enterradas en los
bolsillos de su largo abrigo. Su figura gris y menuda se confunde con los
colores pálidos de los edificios beux-arts
de París.
O quizás la chica ha salido del café al sol mediterráneo.
Pestañea acostumbrando sus ojos al sol que reina imperial en el cielo y su
mirada se llena de luz. Hace calor, se desprende de su chaqueta de primavera
descubriendo unos delicados hombros de piel tostada. Camina por las estrechas
calles empedradas a las que asoman caserones que acumulan siglos en sus
fachadas. La sigo a distancia, sin querer molestarla, una suave brisa se
levanta meciendo su cabello. Arrastra el viento imperceptibles semillas de los
naranjos apostados aquí y allá, batallando contra el asfalto, llenándolo todo
de una sutil fragancia de flor de azahar.
2.
Vuelvo a verla en el Pont Neuf. Estaba yo, mi gabán empapado, apoyado en uno de los
balcones del puente. Pasó deprisa, hoy no era el día para contemplar como el
Sena, en los días brillantes, juega a ser espejo con el sol. Melancólica, el
rostro crispado por la tristeza.
O quizás tomó un tranvía, en el que yo leía un
periódico del día anterior, para encontrarse con un mar que siempre la estaba
llamando con el sonido bello y cadencioso de las olas. Se acomodó en uno de los
asientos junto a la ventana, apoyó su lindo hombro moreno en el cristal y se puso
a observar distraídamente el paisaje, abstraída de la masa sudorosa y chillona
que viajaba con ella. Tatareaba canciones alegres. El tranvía amarillo
avanzaba, crujían las maderas, chirriaban las ruedas de metal.
3.
La
chica permanecía parada al final del puente Neuf,
la ille ante ella. Las sobrias fantasías
arquitectónicas del barón Hausman conviven aquí con logros tardomedievales. Las
agujas góticas de Notre Dame no se ven, pero se intuyen. Decidió que sí quería
saludar al Sena y bajó hasta sus aguas. Al borde de la hormigonada orilla, sacó
su libretilla de papel pautado del amplio bolso y arrancó una de sus hojas de
cartulina. Las gotas de lluvia la besaron y convirtieron la tinta negra en
lágrimas, ella misma lloraba. Hizo un barquito con la cartulina, doblándola
cuidadosamente y la posó sobre el agua. La suave corriente lo alejó de ella.
O quizás, cerca de las dunas que guardaban un
mar de azul eléctrico el tranvía se detuvo, abrió sus puertas y del transporte
de madera y hierro salió ella. Se dirigió morosamente a la playa y se detuvo en
la orilla, el mar permanecía manso y quieto, las débiles olas rompían con
desgana convirtiéndose en espuma. Desde
lo alto de la duna donde estoy sentado la veo desvestirse, olvidado todo pudor,
solo permanece sobre piel su verde ropa interior. Se adentra en el mar,
sostiene en alto un barquito de papel que ha elaborado con una hoja de
cartulina de su libretita de papel pautado. Bracea torpemente hasta que deja
atrás las olas de la orilla y posa su navío de papel sobre el agua salada y lo
hace a la mar. Lo ve alejarse, movido por el viento y queda ella flotando boca
arriba en la inmensa y brillante masa azul. Cierra los ojos para protegerse del
sol, el mundo queda reducido a un destello amarillo. Sonríe.
4.
O puede que todo esto lo soñara y donde me
encontré con la chica fue en un puesto de flores en la calle Corrientes, Buenos
Aires, ella vendía claveles y gardenias. O quizás todo fuera una canción.
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