Se encontraba sola y solitaria en el enorme
salón de actos de su Instituto. La luz pálida de aquella mañana de invierno se
colaba generosa por los amplios ventanales. El teatro era viejo y olía a polvo.
Como música y artista oficiosa del instituto tenía las llaves de la sala e iba
allí cuando buscaba soledad para componer. También en busca de inspiración, y
vaya si la necesitaba, se acercaba nosecual fiesta idiota que el equipo
directivo tenía en gran estima porque ayudaba a dar una aura de de comunidad, solemnidad
y respetabilidad al Centro y era ella la encargada de poner la música con su
gastado violín.
Las
musas no querían visitarla y se removía inquieta en la butaca de la primera
fila donde estaba sentada, nerviosa, el Gran Día se acercaba y su papel pautado
seguía en blanco. Estaba por reconocer su fracaso e irse cuando oyó pisadas
sobre la anciana madera del suelo de los bastidores. Sí, podía reconocer
el sonido de aquel deslucido parqué porque no eran pocas las veces que ella
misma lo había hecho crujir y le era un ruido familiar. Al poco, salieron al
escenario los autores de aquellas pisadas. El primero en aparecer fue John Coltrane
con su reluciente saxofón y tras él Paganini con su extraña figura llevando un
violín. Ambos habían llegado ya al centro de la escena cuando hizo su entrada
Beethoven con cara de pocos amigos empujando un pesado piano de cola,
maldiciendo en alemán por lo bajo. Ella miraba con sorpresa lo que ocurría en
el escenario, los ojos como platos y boquiabierta, entre la incredulidad y la
fascinación.
Los
tres célebres músicos y compositores, no obstante, no parecían extrañarse
de encontrarse juntos al mismo tiempo y en el mismo lugar, tuvieron tiempo de
presentarse en el destartalado camerino en el que habían despertado de su sueño
eterno. La situación era extraordinaria, si, pero como músicos que eran cosas
mas raras habían visto. El bueno de Ludwig Van congenió enseguida con Niccolò,
porque solo se llevaban 12 años, aunque pronto quedó patente la disparidad de
caracteres entre el germánico y el mediterráneo. John, que había acudido alguna
vez al Mardi Gras en Nueva Orleáns no
se extrañó de las apariencias de sus dos accidentales compañeros y los propuso,
ey boys, una jam sesion ya que estaban allí. Cuando les
explicó que aquello significaba improvisar Paganini se mostró entusiasmado y
Beethoven dijo que podía improvisar una cadencia con el piano, que ya lo había
hecho alguna vez. El italiano, caprichoso, se puso enseguida a afinar y a
ensayar con su violín, pero el germánico, más riguroso, sentía curiosidad por
como había avanzado la música y le preguntó al norteamericano que era aquel
extraño instrumento dorado y brillante que llevaba entre las manos, a lo
que John respondió que se trataba de un
saxofón tenor, instrumento de viento afinado en si bemol; le sopló unas notas y
le explicó los rudimentos del jazz y que buscará allá en el cielo a Duke
Ellington, pianista. Le habría explicado mas cosas, como el rock y las
guitarras eléctricas y la batería, pero Paganini estaba ansioso por tocar y
decidieron salir a encontrarse con su público, el violinista daba algo de miedo
con su extraño aspecto –le decían endemoniado en su época, nadie sabía entonces
que era el síndrome de Marfán- y no le llevaron la contraria.
Y
allí estaban. Beethoven presentó a la imposible banda, agradeció a su única
espectadora su presencia, se inclinó delante de su piano y empezó a darle a las
teclas. Coltrane esperó unos segundos para hacerse con el tono, le murmuró al
pianista que suavizara el ritmo y puso a trabajar sus pulmones. Paganini empuñó
el arco, colocó sus largos y virtuosos dedos sobre las cuerdas e hizo sonar su
violín. Aunque les costó un poco acoplarse, el bueno de Ludwig Van se olvidó de
su clasicismo pero no de su genialidad y de su intuición –tocaba más de corazón
que de oídas porque era algo sordo-, Paganini dio rienda suelta a su
imaginación, demostrando que hubiera sido un jazzista genial y Coltrane se
aplicó en no sonar tan abstraído. Una bella melodía llenaba de preciosas notas
y ritmos la sala.