Dedicado a Benito, un buen amigo y camarada.
El cuerpo del
hombre –unos 30 años- yacía muerto sobre la acera. Un golpe en su pecho que
revelaba un hematoma de feo color morado oscuro parecía ser la causa del
fallecimiento. El inspector de homicidios ya intuía que le diría la forense
sobre el arma fatal: un genérico objeto grande, romo y pesado. A. llevaba más
de 20 años en el cuerpo, problemas con la autoridad y las pastillas. Al menos,
pensaba, no completaba el tópico de policía quemado con una desmadejada y larga
gabardina marrón. Tampoco llovía. Resolvería este caso con su fuerza
acostumbrada. Su trabajo consistía en recoger la basura, sostenía, así que sus
modos eran los de un basurero, no los delicados métodos de un cirujano.
No había pistas, ni testigos, nadie había
visto nada. Tomó la cartera del fallecido, su única pertenencia junto a una
carterita donde guardaba lo necesario para liarse cigarrillos. Era una cartera
de piel marrón clara algo gastada, no excesivamente grande pero tampoco era
pequeña, de una marca muy conocida. Lucía poderosa, parecía dar entender que su
portador era un hombre importante, pero en su interior no guardaba tarjeta de
crédito alguna y la cantidad de efectivo era irrisoria.
Lo primero era lo primero. Se presentó en el
domicilio que aparecía en el DNI de la victima. Le abrió el padre, le comunicó
la triste noticia, el padre lloró. A. podía oír como si fuera un sonido real el
chasquido de la mente y el corazón al quebrarse y era un ruido horrible, más
que el del propio llanto. Pidió permiso para entrar en la habitación del hijo,
unas estanterías con decenas de libros, un escritorio con un portátil, fotos de
amigos –ninguna indicaba que tuviera pareja-. No encontró drogas y la
decoración no llevaba a pensar en un chico melancólico o agresivo. La madre le
confirmó que se trataba de una persona alegre. Preguntó si había trabado
enemistad con alguien y la respuesta fue negativa.
Bien,
seguía sin tener ninguna pista. Volvió a inspeccionar la cartera. Lo
interesante se encontraba en el espacio reservado a las tarjetas. Se trataba de
una solapa con ranuras para las finas láminas de plástico en la parte superior
y una tela de rejilla para el DNI en la posterior. En una de las oquedades
guardaba un par largo de tarjetas de visita de restaurantes, un teatro y varios
locales de música en vivo. En otra un satinado calendario de bolsillo de un
grupo de música que desconocía, en el que aparecía una foto estilizada de las y
los miembros de la banda junto al logo de la formación. Mostró la foto del
muerto a los camareros y dueños de aquellos locales, pero ninguno le recordaba.
Eso quería decir que nunca había tenido líos.

Al día siguiente no podría decirse que se
hubiera levantado, pues no había dormido. Le deprimía su desastrado y sucio
apartamento, le daba ardor de estomago la comisaría, así que decidió asirse a
otra de las piezas del rompecabezas que contenía la cartera de piel marrón y
salir en busca de respuestas. Se trataba de una composición fotográfica impresa
en cartón dividida en recuadros en los que aparecían, suponía, amigos y
familiares. Las personas mayores que aparecían en una escena navideña eran los
padres del desafortunado. En el recuadro de al lado exhibía sonrisa una bella
chica morena, era una de las que aparecían en el calendario del grupo de
música. Debajo de ella un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría. Con la banda
ya había hablado, por lo que decidió encontrar a alguna de las jóvenes del
grupo de chicas. Reconocía los edificios que servían de escenario a la foto y
para allá que se fue. Se sentó en un banco próximo al lugar que servia de escenario
para la foto y esperó fumando un cigarrillo tras otro y rezando a un Dios en el
que no creía que apareciera una de las mujeres. Y apareció, una flacucha de
rizos dorados. Le comunicó el óbito de su amigo, averiguó que se conocían por
haber trabajado juntos y repitió lo que decían todos los conocidos de la
victima: no tenía enemigos. Se alejó la chica con los ojos acuosos mientras
llamaba a alguien por el móvil. A., usando su propio móvil utilizó una
aplicación que oficial y técnicamente no existía –y que en cualquier caso era
ilegal- y sincronizó su celular con el de la amiga del fallecido. Hablaba con
una voz femenina de organizar una cena para recordar a su amigo. Mierda, esto
se estaba convirtiendo en un callejón sin salida. Le dolía la cabeza.

Después del tenso y largo despacho con el
comisario A. volvió al escritorio que ocupaba en propiedad desde hacía 20 años en
la comisaría. Introdujo la cartera en un sobre para pruebas, la guardó en el
cajón y salió a fumar un cigarrillo. ¿Qué diría su cartera si le encontrarán
sin vida?, reflexionaba. Que era inspector de policía y que era cliente del
banco cual y la caja tal. Nada más. Ni siquiera tenía fotos de sus hijos,
estaba divorciado y no solía verlos mucho. Su cartera no guardaba ninguna
historia, no estaba destinada a ello, pero la victima se deducía contenta de
llevar un resumen de su vida en el bolsillo.
Era feliz con la gente que le rodeaba, así que era lógico guarecerlos en
la cartera, después de todo eran su capital más importante. Alguien recordaría
su nombre después de muerto.
"Yo te nombro" Reincidentes.
"Yo te nombro" Reincidentes.
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