sábado, 12 de octubre de 2013

Un viaje (I)- Madrid.



  1. Madrid.


I.


 


Emerjo al turbio cielo de Madrid desde el subsuelo tras un viaje sin paisaje. Las escaleras de la estación de metro de Sol me vomitan en la plaza homónima, una enorme playa de baldosas moteada por la estatua ecuestre de un rey Austria y dos ridículas fuentes, una a cada extremo. Sin bancos donde descansar ni sombras donde refugiarse la gente va de aquí para allá, siempre viniendo de algún sitio o regresando de otro. Animan el extenso solar donde reina despótico un sol implacable sin compañía de nubes gentes caracterizadas o disfrazadas torpemente de los personajes animados de moda que hacen carantoñas a cambio de unas monedas. También pueden verse loteros anunciando decimos para el próximo sorteo extraordinario  y predicadores de religiones diversas. Manadas de asiáticos hacen fotos a ellos y a los macizos y orgullosos edificios que cierran la plaza a la brisa.

 Hecho un rápido vistazo a mi mapa –se que parado sería un estorbo a la multitud y sería arrastrado sin piedad por la corriente- y tomo la cercana Calle Carretas, donde esta mi pensión. Madrid es una constelación de pensiones, quizás porque en esta ciudad todos son foráneos, quizás porque todos estén de paso de una manera u otra.

 A mitad de calle atravieso un recio portal de hierro, cuya puerta llora y gime al ser abierta. Subo un par de pisos por las escaleras de madera – el ascensor esta estropeado- que permanecen extrañamente mudas a mis pasos. Las puertas no tienen número, solo se indican si están a derecha o izquierda. La de mi pensión esta a la izquierda, la regenta una amable señora ya entrada en años y en carnes que me guía cortes, después de hechas las formalidades del pago, a mi habitación.

 Es una habitación pequeña, con su propio baño, que da a la calle. No hay concesión a la bohemia del artista decimonónico, la pieza esta limpia y aseada y la cama parece cómoda. Abro las hojas de madera de la ventana, asomado a la calle me enciendo un cigarrillo, anochece. Dice la canción que esta ciudad vibra como un pájaro en llamas por la noche, pero yo estoy cansado después de un largo viaje en autobús y me voy a la cama sin ni siquiera cenar. En la habitación de al lado una pareja hace el amor, me duermo acunado por la nana de sus gemidos y el chirriar del colchón.

II.

 El amanecer me sorprende acodado en la barra de un estrecho bar mal iluminado –Calle de Bordadores, he accedido a esta calle atravesando el callejón- plaza de San Gines con su solitaria arcada-  dando cuenta de un café con leche y unas porras, un desayuno nada exiguo En el otro extremo de la barra unos soñolientos policías locales del turno de noche esperan con un café solo a su relevo. El camarero y dueño del pequeñísimo local esta fuera fumando, su camisa desabotonada hasta medio pecho, a pesar de lo temprano del día hace calor. Nos acompaña a todos el zumbido de un ventilador que se cae a pedazos de puro viejo.

 He de decidir con tino a donde ir hoy. Madrid no es el destino de mi viaje, solo estoy de paso camino a Lisboa, en el Atlántico, y dentro de unas horas he de subirme a un autobús Alsa. Tampoco es la primera vez que piso la capital, así que callejear por sus calles descubriendo sus rincones esta descartado, además la temperatura es alta y el verano de aquí es una estación seca de aire recalentado enriquecido por una polución asfixiante. Sus calles de sólidos y altos edificios y aceras siempre atestadas de gente no son, tampoco, del agrado de un chico de provincias como yo.

 Absorto en el mapa como estoy no me apercibo de que el dueño del bar ha cesado en su tarea de expirar e inspirar humo y ha vuelto a entrar, ocupando su lugar tras la barra, así que su voz grave y rasgada me sobresalta un poco cuando me informa secamente de que hoy hay rebaja en los precios de entrada del Museo del Prado. Le observo, manos de dedos hinchados y un rostro abotargado de mirada melancólica, no da el tipo de interesado en el arte. Hubiese podido saber mas de ese interés si me hubiese fijado en la imagen que colgaba junto a las botellas de Terry, Soberano y Chinchon. Era una foto antigua de tonos verdosos, en la que un orgulloso joven en mono de trabajo posaba delante de un camión, a su lado, apoyados en el costado del camión, varios cuadros. Si hubiese preguntado, como digo, el barman me habría explicado que aquel joven era su abuelo, conductor de uno de los camiones que transportaron los cuadros del Prado a Valencia durante la Guerra. Pero no pregunto, en lugar de ello pago los 4€ del desayuno y me marcho con un protocolario “Gracias. Hasta luego”.

II.

 Desando mis pasos por el callejón de San Ginés, en la esquina de éste con la Calle arenal me detengo en una curiosa librería al aire libre de puestecillos de artesonado de madera oscura de aires castellanos y hasta herrerianos a hojear los libros de viejo que hay allí y acabo adquiriendo un ejemplar de hojas amarillentas de “Coplas a la muerte de mi padre”, de Manrique – una lectura apta para aquel viaje, pienso, si seguís leyendo descubriréis el porqué -. Tomo una foto a la fachada plateresca de la Iglesia de San Ginés y sigo la calle Arenal – con su su sala de conciertos y sus bares que ofertan bocadillos de calamares- hasta la Plaza del Sol.

 Cruzo rápido la Plaza del Sol, donde he de esquivar a un hombre que lleva colgando de su moreno cuerpo un cartel anunciando que “compro oro”, hasta la Calle Carretas, que me conduce hasta la Plaza de Jacinto Benavente. Cerrando su lado sur se alza, enorme, un teatro,  cuya titularidad comparten Calderón de la Barca y una marca de helados. El dramaturgo del siglo de Oro dejo escrito – en frase que se ha convertido en manido tópico- “que la vida es sueño” y el nombre del teatro tiene algo del absurdo de los sueños. O quizás del espanto de las pesadillas.

 Desde esta plaza –que también alberga el Ministerio de Justicia, con un reo mal ajusticiado acampado a sus puertas-, girando a la izquierda, me interno en el llamado “barrio de las letras”. Mas plazas, ésta la de Santa Ana. Todos tenemos nuestros ritos –o quizás nuestras manías- y uno de los míos, cada vez que me veo obligado a venir a Madrid, es visitar esta plaza, admirar el trazo modernista del hoy hotel Reina Victoria, hacerle una foto a la estatua de Lorca que hay allí- gran poeta, horrible escultura- y beberme una cerveza en la cervecería Alemana. Aún tengo el desayuno dándome vueltas en el estomago, así que desdeño la rubia y sigo sin detenerme hasta la Calle Huertas.

 Calle Huertas, si, una calle que se lee mas que se transita, jalonados como están sus adoquines de citas de escritores ya muertos, exiliados o vilipendiados en vida, aunque alguno hay que conociera el éxito mientras aún respiraba.

Paseo del Prado. Altos y frondosos árboles guardan la mediana central, como desafiando a la gris geografía urbana de Madrid, ahíta de ellos.

 Velazquez guarda una de las entradas al Museo del Prado. Rodeo el edificio buscando por donde acceder a la pinacoteca y me encuentro con otro custodio, Goya en este caso, vuelto ya de Francia al parecer.

III.

 La taquillera da por bueno mi caducado carnet universitario, a pesar de la foto en él de un yo mas aniñado, mas iluso, mas ingenuo y me aplica la rebaja que ya anunciara el dueño del bar donde desayune.

 Me entretengo en el vestíbulo antes de pasearme por las salas del museo propiamente dicho. El amplio espacio es compartido por una cafetería y una tienda de recuerdos. En ésta compro el lápiz y el bloc de notas en el que estoy escribiendo este diario.

 Los fusilamientos del 2 mayo. He visto este cuadro en libros y reportajes en la televisión, pero no me lo imaginaba tan grande, tan bello, tan perfecto. Me siento en el suelo, como hipnotizado, quiero contemplarlo, admirar cada detalle, cada pincelada, pero una responsable del museo interrumpe mi cortejo y me conmina a levantarme del suelo.

Abandono entonces al de Fuendetodos y subo al piso de arriba, donde me esperan Velazquez y Murillo. Y como me pasara con los cuadros del sordo genial, se conmueve mi alma ante la contingencia de esos cuadros mil veces vitos en catálogos y revistas, pero que nunca he contemplado en su admirable realidad.

IV.

 Apuro un cigarrillo sentado en las escaleras que suben del Museo hasta la Iglesia de Los Jerónimos., intentando desembotar mi cabeza y mi ánimo, mareado y aturdido como estoy ante tanta belleza.

Observo a la gente. Un grupo de turistas de procedencia diversa que acaba de apearse disciplinadamente de un autobús de colores chillones y que se dirige a la entrada del Prado. Un músico callejero que hace llorar lagrimas de tonos agudos a su gastado contrabajo. Aquí y allá proyectos de artistas que emborronan cuartillas con sus lápices, algún osado incluso con acuarelas, destaca entre estos pintores aficionados una chica pelirroja, de tez blanca salpicada por infinitas y diminutas pecas y un cuerpo sutil y delicado.

 Quizás debería ir a visitar la Iglesia de los Jerónimos, templo de realengo, o presentar mis respetos al caserón donde se ubica la Real Academia de la Lengua, pero mi reloj me informa que ya es tiempo de hacer camino hasta la estación de autobuses y tomar mi transporte hacia poniente.


                                            
























2 comentarios:

  1. Bonito paseo por Madrid. Soy madrileño y escritor (aficionado), y siempre me encanta leer sobre Madrid y más de la manera que lo has hecho tu. Un saludo.

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    1. Hola Jose.

      ¡Gracias ¡ me alegra que te haya gustado el cuentecillo, mas siendo tu madrileño y escritor. La verdad es que Madrid es una ciudad de la que tengo historias.

      Me he paseado por tu blog "historias de febrero (¡bonito nombre¡) y es una gozada, ya tienes otro lector-seguidor.

      Un saludo. Nacho

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