El
Inspector observaba abstraído la cartera del fallecido. Era una cartera de piel
marrón clara algo gastada, no excesivamente grande pero tampoco era pequeña, de
una marca muy conocida. Lucía poderosa, parecía dar entender que su portador
era un hombre importante, pero en su interior no guardaba tarjeta de crédito
alguna y la cantidad de efectivo era irrisoria. Se arrellanó en su silla y se
aflojó la corbata. La cartera escondía otras historias. El espacio destinado a
los billetes estaba dividido en dos por una fina tela, en uno se alojaba un
billete con el rostro de Abraham Lincon y otro con la efigie de Su Graciosa
Majestad. En las bases de datos que había consultado no figuraba que el finado
hubiese tenido una residencia fuera de España. En el otro había un arrugado
billete de 10 euros. En el espacio destinado a las monedas, cerrado con un
botón y que empezaba a descoserse, solo
había chatarra, unas docenas de monedas de 5 y 10 céntimos y alguna de 50, que
no llegarían juntas a sumar mas de dos euros.
El nivel de efectivo no le decía gran cosa,
bien podría tener el resto guardado debajo del colchón. Lo interesante se
encontraba en el espacio reservado a las tarjetas. Se trataba de una solapa con
ranuras para las finas láminas de plástico en la parte superior y una tela de
rejilla para el DNI en la posterior. En las ranuras no había tarjeta alguna –
si se exceptuaba la de una de una gran cadena de supermercados, que estaba a
nombre del padre del muerto, según averiguó haciendo unas cuantas de llamadas
telefónicas-. En una de las oquedades guardaba un par largo de tarjetas de
visita de restaurantes, un teatro y varios locales de música en vivo. En otra
un satinado calendario de bolsillo de un grupo de música que desconocía, en el
que aparecía una foto estilizada de las y los miembros de la banda junto al
logo de la formación. En otra una tarjeta SIP y en la última dos billetes de
RENFE-Cercanías, de la línea C-2 ,4 zonas, el primero y de la línea C-1,
también 4 zonas, el segundo.
En el lugar destinado al DNI había,
efectivamente, un carnet de identidad con una mala foto del asesinado – por una
regla que desconocía la foto para este tipo de identificaciones siempre era la
peor de uno-. En la parte de atrás del mismo, como en todos, figuraba el nombre
del padre y la madre del titular de la
identificación, quien no contaba con más de 30 años, y era lo primero que miraba después del
nombre. Debajo del DNI existía una composición fotográfica impresa en cartón
dividida en recuadros en los que aparecían, suponía, amigos o familiares. Las
personas mayores que aparecían en una escena navideña debían ser los padres del
desafortunado. En el recuadro de al lado exhibía sonrisa una bella chica
morena, era una de las que aparecían en el calendario del grupo de música.
Debajo de ella un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría. Reconocía los
edificios que servían de escenario a la foto, un pueblo dentro del recorrido de
uno de los billetes de tren. Completaba el retablo un chico en una ciudad que
solo podía ser inglesa, ya sabía el origen del billete expedido por el Banco de
Inglaterra.
Debajo del montaje se encontraba un papel bien
plegado con una serie de números de teléfono escritos con pulcra letra. Uno era
el del padre y es, lógicamente, al que llamó para darle la funesta noticia.
También se leía el número de la madre, otros tres nombres y el de una persona
identificada con el nombre de un anfibio. Se preguntaba sí aquellos números
corresponderían a los móviles de los que aparecían en la foto, a quienes había
ido a visitar en tren o con los que
había acudido a los lugares que anunciaban las tarjetas de visita. Aquella
cartera contenía, sin duda, una historia. Dudaba en si debería llamar a
aquellas personas. Sí la cartera contenía una historia, aquellas mujeres y
hombres tenían un papel protagonista en ella. Se imaginaba haciéndolo,
comunicándoles el óbito – un suceso triste, el fallecido se encontró la muerte
de forma inopinada y violenta, paseaba por la calle cuando un atracador que
pretendía su dinero y su móvil le robó, en cambió, la vida-, podía ver incluso
las expresiones alegres de sus caras en las fotos demudadas en mascaras de
tristeza y llanto.
Introdujo la cartera en un sobre para pruebas
y la guardó en el cajón de su escritorio. Salió a fumar un cigarrillo. ¿Qué
diría su cartera si le encontrarán sin vida?, reflexionaba. Que era inspector
de policía y que era cliente del banco cual y la caja tal. Nada más. Ni
siquiera tenía fotos de sus hijos. Su cartera no guardaba ninguna historia, no
estaba destinada a ello, pero la victima se deducía contenta de llevar un
resumen de su vida en el bolsillo. Era
feliz con la gente que le rodeaba, así que era lógico guarecerlos en la
cartera, después de todo eran su capital más importante. Alguien recordaría su
nombre.
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