Al principio….
Valencia, la mar Mediterráneo,
de aguas quietas y domesticadas,
de costa acechada por
enormes edificios, molares e incisivos
que mastican groseramente la
tierra y la arena, robadas las dunas.
Naranjos, arrozales, acequias
y barrancos,
una gran plana a la que llaman huerta.
Tierra adentro el paisaje se
accidenta. Montañas, algún bosque por fin verde.
(También) Viñedos y de
frontera un gran pantano de aguas azul plástico.
Luego…
La ondulada planicie
manchega.
La A3 como gran cicatriz de
asfalto que la recorre de este a oeste.
Aún hoy molinos de viento
que se alzan altivos y enjutos.
La tierra se seca, el cielo
se enturbia y su azul se ensucia, una gran urbe, es Madrid.
Mas tarde…
La gran estepa de cereal
castellana, que se dora bajo un cruel sol de agosto y que se helará en invierno,
solo rota su monotonía por oteros aquí y allá,
por bosquecillos valientes
de encinas y alcornoques esparcidos sin ninguna generosidad.
Pueblos que lucen orgullosos
nombres de mas de tres palabras que informan que albergan castillos, palacios y
motas,
pero el mayor logro de esta tierra es el río Duero.
Rebaños de ovejas, hombres
duros que dormitan recogido ya el trigo.
Al fin…
Invade al terreno, a las casas
y a las gentes la melancolía de un sol taciturno
y un cielo gris.
El verde de la vegetación
ahora es orgulloso y vital, ocupándolo y colonizándolo todo.
Es Galicia. Es el Atlántico.
Sol que despide el día bañándose en el océano dejando de si un cielo incendiado
de llamas naranjas.
Casas de piedra y granito donde
se acumula musgo de siglos,
montes de pinos propios y
eucaliptos extranjeros, arrobados por helechos
Costa que se rompe en su encuentro con el mar,
agua, agua por todas partes –en
el aire, en la tierra- cristalina, cantarina.
Las rías y sus bateas –y el puente de Rande-,
su fecunda tierra roja y sus viñedos en altura.
Y, a veces, la bruma que
esconde trasgos y oculta a la Santa Compaña.
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