1. Madrid.
I.

Emerjo al turbio cielo de Madrid desde el subsuelo tras un viaje sin paisaje. Las escaleras de la estación de metro de Sol me vomitan en la plaza homónima, una enorme playa de baldosas moteada por la estatua ecuestre de un rey Austria y dos ridículas fuentes, una a cada extremo. Sin bancos donde descansar ni sombras donde refugiarse la gente va de aquí para allá, siempre viniendo de algún sitio o regresando de otro. Animan el extenso solar donde reina despótico un sol implacable sin compañía de nubes gentes caracterizadas o disfrazadas torpemente de los personajes animados de moda que hacen carantoñas a cambio de unas monedas. También pueden verse loteros anunciando decimos para el próximo sorteo extraordinario y predicadores de religiones diversas. Manadas de asiáticos hacen fotos a ellos y a los macizos y orgullosos edificios que cierran la plaza a la brisa.
Hecho un rápido vistazo a mi mapa –se que
parado sería un estorbo a la multitud y sería arrastrado sin piedad por la
corriente- y tomo la cercana Calle Carretas, donde esta mi pensión. Madrid es
una constelación de pensiones, quizás porque en esta ciudad todos son foráneos,
quizás porque todos estén de paso de una manera u otra.
A mitad de calle atravieso un recio portal de
hierro, cuya puerta llora y gime al ser abierta. Subo un par de pisos por las
escaleras de madera – el ascensor esta estropeado- que permanecen extrañamente
mudas a mis pasos. Las puertas no tienen número, solo se indican si están a
derecha o izquierda. La de mi pensión esta a la izquierda, la regenta una
amable señora ya entrada en años y en carnes que me guía cortes, después de
hechas las formalidades del pago, a mi habitación.
Es una habitación pequeña, con su propio baño,
que da a la calle. No hay concesión a la bohemia del artista decimonónico, la
pieza esta limpia y aseada y la cama parece cómoda. Abro las hojas de madera de
la ventana, asomado a la calle me enciendo un cigarrillo, anochece. Dice la
canción que esta ciudad vibra como un pájaro en llamas por la noche, pero yo
estoy cansado después de un largo viaje en autobús y me voy a la cama sin ni siquiera
cenar. En la habitación de al lado una pareja hace el amor, me duermo acunado
por la nana de sus gemidos y el chirriar del colchón.
II.

He de decidir con tino a donde ir hoy. Madrid
no es el destino de mi viaje, solo estoy de paso camino a Lisboa, en el
Atlántico, y dentro de unas horas he de subirme a un autobús Alsa. Tampoco es
la primera vez que piso la capital, así que callejear por sus calles
descubriendo sus rincones esta descartado, además la temperatura es alta y el
verano de aquí es una estación seca de aire recalentado enriquecido por una
polución asfixiante. Sus calles de sólidos y altos edificios y aceras siempre
atestadas de gente no son, tampoco, del agrado de un chico de provincias como
yo.
Absorto en el mapa como estoy no me apercibo
de que el dueño del bar ha cesado en su tarea de expirar e inspirar humo y ha
vuelto a entrar, ocupando su lugar tras la barra, así que su voz grave y
rasgada me sobresalta un poco cuando me informa secamente de que hoy hay rebaja
en los precios de entrada del Museo del Prado. Le observo, manos de dedos
hinchados y un rostro abotargado de mirada melancólica, no da el tipo de
interesado en el arte. Hubiese podido saber mas de ese interés si me hubiese
fijado en la imagen que colgaba junto a las botellas de Terry, Soberano y
Chinchon. Era una foto antigua de tonos verdosos, en la que un orgulloso joven
en mono de trabajo posaba delante de un camión, a su lado, apoyados en el costado
del camión, varios cuadros. Si hubiese preguntado, como digo, el barman me habría
explicado que aquel joven era su abuelo, conductor de uno de los camiones que
transportaron los cuadros del Prado a Valencia durante la Guerra. Pero no
pregunto, en lugar de ello pago los 4€ del desayuno y me marcho con un
protocolario “Gracias. Hasta luego”.
II.
Cruzo rápido la Plaza del Sol, donde he de
esquivar a un hombre que lleva colgando de su moreno cuerpo un cartel
anunciando que “compro oro”, hasta la Calle Carretas, que me conduce hasta la
Plaza de Jacinto Benavente. Cerrando su lado sur se alza, enorme, un teatro, cuya titularidad comparten Calderón de la
Barca y una marca de helados. El dramaturgo del siglo de Oro dejo escrito – en
frase que se ha convertido en manido tópico- “que la vida es sueño” y el nombre
del teatro tiene algo del absurdo de los sueños. O quizás del espanto de las
pesadillas.
Desde esta plaza –que también alberga el
Ministerio de Justicia, con un reo mal ajusticiado acampado a sus puertas-,
girando a la izquierda, me interno en el llamado “barrio de las letras”. Mas
plazas, ésta la de Santa Ana. Todos tenemos nuestros ritos –o quizás nuestras manías-
y uno de los míos, cada vez que me veo obligado a venir a Madrid, es visitar
esta plaza, admirar el trazo modernista del hoy hotel Reina Victoria, hacerle
una foto a la estatua de Lorca que hay allí- gran poeta, horrible escultura- y
beberme una cerveza en la cervecería Alemana. Aún tengo el desayuno dándome
vueltas en el estomago, así que desdeño la rubia y sigo sin detenerme hasta la
Calle Huertas.
Calle Huertas, si, una calle que se lee mas
que se transita, jalonados como están sus adoquines de citas de escritores ya
muertos, exiliados o vilipendiados en vida, aunque alguno hay que conociera el
éxito mientras aún respiraba.
Velazquez guarda una de las entradas al Museo
del Prado. Rodeo el edificio buscando por donde acceder a la pinacoteca y me
encuentro con otro custodio, Goya en este caso, vuelto ya de Francia al
parecer.
III.
La taquillera da por bueno mi caducado carnet
universitario, a pesar de la foto en él de un yo mas aniñado, mas iluso, mas
ingenuo y me aplica la rebaja que ya anunciara el dueño del bar donde desayune.
Me entretengo en el vestíbulo antes de pasearme
por las salas del museo propiamente dicho. El amplio espacio es compartido por
una cafetería y una tienda de recuerdos. En ésta compro el lápiz y el bloc de
notas en el que estoy escribiendo este diario.
Los fusilamientos del 2 mayo. He visto este cuadro
en libros y reportajes en la televisión, pero no me lo imaginaba tan grande,
tan bello, tan perfecto. Me siento en el suelo, como hipnotizado, quiero
contemplarlo, admirar cada detalle, cada pincelada, pero una responsable del
museo interrumpe mi cortejo y me conmina a levantarme del suelo.
Abandono
entonces al de Fuendetodos y subo al piso de arriba, donde me esperan Velazquez
y Murillo. Y como me pasara con los cuadros del sordo genial, se conmueve mi
alma ante la contingencia de esos cuadros mil veces vitos en catálogos y
revistas, pero que nunca he contemplado en su admirable realidad.
IV.
Apuro un cigarrillo sentado en las escaleras
que suben del Museo hasta la Iglesia de Los Jerónimos., intentando desembotar
mi cabeza y mi ánimo, mareado y aturdido como estoy ante tanta belleza.
Quizás debería ir a visitar la Iglesia de los Jerónimos,
templo de realengo, o presentar mis respetos al caserón donde se ubica la Real
Academia de la Lengua, pero mi reloj me informa que ya es tiempo de hacer
camino hasta la estación de autobuses y tomar mi transporte hacia poniente.